LA DISPUTA POR LAS MIGAJAS

La renunciante señora Margarita Zavala de Calderón, quien abandonó el cuarto de su guerra perdida (otra) en compañía de su esposo el ex presidente de la República, Felipe Calderón, quien se subió a la silla ejecutiva con apenas un medio por ciento de votos en la preferencia electoral, hoy conoce el valor de una migaja.

Es el alpiste de todos los anhelos, o para ser menos exagerado, el costalito de semillas para completar la arroba.

Lástima para ella y para quienes hoy alzan el altar donde se canoniza su irresponsabilidad de jugar con el capricho de quiero y no quiero en el juego de su herida vanidad por verse y saberse incompetente.

La mejor evidencia de la incompetencia, es –dijo Pero Grullo–, abandonar la competencia.

La señora Zavala de Calderón se quejó toda su vida (política) de todo y por todo. Se inconformó en el Partido Acción Nacional de la forma como Ricardo Anaya urdía maniobras eficaces y la desplazaba, mientras ella jugaba con su rebozo en los medios y se presentaba –con un discurso prefabricado–, como demócrata ciudadana salvadora de la patria.

Como no logró su cometido dentro, se salió de Acción Nacional apoyada apenas por algunos de los pocos leales a su esposo, algunos de ellos aun agradecidos por posiciones y cargos en la ya lejana administración de Don Felipe, como José Luis Luege (a quien Felipe, por cierto, arrumbó para darle la candidatura del PAN a la ciudad de México a Isabel Miranda de Wallace) o Consuelo Saizar quien fungió casi como propietaria de la cultura nacional por un sexenio.

Después, con la ayuda de algunos medios aun agradecidos por viejos favores conyugales, fabricó una imagen falsa: una ciudadana bien calificada por la población nacional, cuya preferencia en una contienda electoral iba a ser avasalladora. ¿Cuántas veces nos quisieron engañar con encuestas en las cuales ganaría con seguridad el primer lugar? Eso siempre fue un camelo, un bulo, una engañifa. Y anteayer quedó probado.

Pero aun así, con la dudosa inscripción en la papeleta (los apoyos recibidos no fueron todos correctos, a la señora se le dieron tiempos y registro. Se incluyó su nombre en la boleta (donde se va a quedar para abultamiento de los sufragios nulos), y se le dio participación en el debate en igualdad de condiciones con todos los demás. También se le concedieron las prerrogativas del caso, a las cuales renunció en un arranque de autosuficiencia mal comprendida, para después quejarse de problemas económicos.

Todo era disparejo, según ella, pero en las mismas condiciones de planicie, con el terreno igualado para todos, en el primer debate organizado por el INE, tampoco pudo.

Ahí mostró su real estatura política: nadie recuerda una sola frase suya. Fuera del libreto y sus tres o cuatro lugares comunes dichos con tono de Madre Superiora, no hubo, ni hay, hay nada.

Y como las cosas no se acomodaron a su interés ni la realidad se sometió a sus caprichos, la ex primera dama tuvo un último desplante y se fue. Dejó de lado sus pretensiones (si fueron suyas) de llegar al Poder Ejecutivo y renuncia con el mérito –si lo es–, de haber sido la primera persona en la historia electoral de México en llevar a la papeleta de una elección presidencial por el camino independiente, sin ningún partido político en su respaldo.

Tantas renuncias en tan poco tiempo no hablan bien del temple de alguien.

Pero así como se exageraron sus posibilidades y se sobrevaluó su personalidad y se le quiso vender como una lideresa carismática, lo cual no es ni será nunca, hoy se suponen muy importantes y casi definitivos los escasos votos de sus devotos. Y eso también es un bulo.

Cuando Andrés Manuel dijo hace unas semanas, ni los dos juntos me ganan, se refería a los números de Meade y Anaya. Fue una exageración; pero si en algunas encuestas Morena tiene 49 por ciento de las preferencias declaradas y Meade 17 y Anaya 30, quizá Don Peje tenga razón.

Ese argumento no se abate con los dos puntitos o tres (si existen), de la señora Zavala de Calderón.

Pero un voto es un voto y más vale tenerlo. Si Calderón ganó la presidencia, en medio del escándalo, por 0.5 por ciento y vivió un a presidencia acosada hasta perder estrepitosamente las siguientes elecciones con su partido en el tercer lugar; del cual lo sacó, justo es decirlo, Ricardo Anaya, un punto porcentual vale algo.

Es el gramo necesario para completar el kilo. Pero una cosa es anhelar sus votos, si fueran significativos, y otra ansiar su militancia. Por eso resulta cómico y a veces hasta ridículo, el coro de puertas abiertas para levarla consigo.

¿Para qué? ¿Para verla renunciar dentro de tres meses?

Esta circunstancia debe servir, entre otras cosas, para replantear la utilidad o inutilidad real de las candidaturas ciudadanas. No todos son Kumamoto o “El Bronco” en Nuevo León.

O mejor dicho, eso es quizá lo más alto posible.

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