Ciencia y arte del disimulo

por Rafael Cardona

Como hijo de vecino el Presidente de México no conocerá en su viaje a Washington ni la Base Andrews de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, —donde normalmente aterrizan los aviones presidenciales (no tiene ninguno, aunque si hay para mandarlos a China por insumos médicos insuficientes y caros)—, ni la residencia Blair reservada para dignatarios extranjeros y jefes de Estado.

Llegará a alguno de los aeropuertos civiles de la ciudad de Washington (Reagan o Dulles; no se han hecho públicas las rutas), y se quedará en la embajada de México donde podrá leer los artículos del diplomático Agustín Gutiérrez Canet, tío de la señora Beatriz Gutiérrez Mueller (quien no acudirá al viaje y esposo de la embajadora Marta Bárcenas), quien respira más tranquila después de la salida del anheloso Jesús Seade de la Secretaría de Relaciones Exteriores para buscar la presidencia de la OCDE, donde no existe la austeridad franciscana de este gobierno y se incurre hasta en el dispendio de usar computadoras para trabajar.

—¿Por qué no le ofreció Trump la Casa Blair a nuestro Señor Presidente?

—Porque no le dio la gana; porque quiso someter de salida a su visitante. Punto.

El pretexto es simple: la estamos remodelando, ¿sabe? y cómo lo vamos a recibir así, con este tiradero.

—Pero si quiere le pagamos el Mayflower o el Hilton. No lo invitamos al Watergate porque tiene un feo tufo corrupto, ¿se acuerda del Trickie Dickie Nixon? Y es una lástima porque la estatua de Benito Juárez le quedaría ahí lueguito lueguito cerca del río.” En fin, caminarán más para poner la ofrenda floral.

La Casa Blair no es una sola construcción. En realidad son cuatro residencias. Tiene 6 mil quinientos metros cuadrados; supera en área a la Casa Blanca y en verdad se trata de un conjunto inmobiliario de cuatro pequeños edificios interconectados. Resulta difícil creer en la simultánea remodelación de todos, como dijo el señor embajador Landau recientemente:

“…Normalmente, hubiéramos ofrecido al Presidente alojarse en Blair House, la casa de huéspedes oficial de la Casa Blanca. Pero desafortunadamente en este momento está bajo restauración. El Presidente es nuestro huésped, y por supuesto le ofrecemos el alojamiento…”

Esta circunstancia —sin embargo—, no resultaría extraña en el contexto de una visita “de trabajo”. Más bien prueba la condición del invitado. No es una visita de Estado porque si lo fuera se le rendirían al presidente de México honores militares; cañonazos, salvas, himnos con revista de tropas y todo eso.

Resultaría complejo desplegar soldados para una revista y un emplazamiento de artillería en las pistas de un aeropuerto civil sin restringir por horas el tráfico comercial y de pasajeros en una terminal de esas características.

Para eso está la Base Andrews a donde llegan todos los Jefe de Estado o de Gobierno, así sea en aviones comerciales fletados para el viaje.

Pero ese pequeño ninguneo, para cuya corrección abundarán las palabras zalameras y los calificativos de “amigou, amigou”, no es suficiente para una negativa del presidente mexicano quien se pliega a los todos protocolos y conveniencias estadunidenses antes de llegar al Distrito de Columbia y presto y diligente se deja hacer una prueba de salud.

Si quiere ir a EU se debe hacer el examen al cual se rehúsa para ir a Oaxaca o a Tlaxcala. Total aquí el virus es de confianza.

Ahora el protocolo sanitario se impone al diplomático. Se exige un certificado de salud con el cual se compruebe estar libre del virus. Pero como los laboratorios mexicanos no son confiables, al llegar quizá le impongan una segunda revisión y el posible uso de un “cubreboca”, porque sería impensable ponerle un tapabocas.

El pretexto de Trump para atraer un activo de persuasión hacia la descascarada campaña de Trump para la reelección, ha sido desinflado por el Primer Ministro Justine Trudeau.

Al negarse a asistir a la supuesta fiesta de nacimiento, bautismo o confirmación del niño Temec, con lo cual se quiere justificar un viaje injustificable para muchos aquí y allá, Canadá simplemente los exhibe. Un tratado trilateral usado como recurso de propaganda bilateral.

Pero así como hemos inventado al epidemiólogo balín, la insana distancia y la pandemia domada con curvas aplanadas sin conocer el plano, ahora patentamos el triángulo de dos lados.

Como sucedió con aquel trío de barrio cuyos integrantes se querían de toda la vida. Cuando uno murió, se presentaban como “El trío de dos”.

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