El primer reactor nuclear

La historia de las centrales nucleares incluye grandes logros pero también catástrofes difíciles de olvidar. Sus inicios compartieron el mismo impulso creador que condujo a la bomba atómica, aunque estuvieron marcados por la esperanza de proporcionar a la humanidad una fuente de energía revolucionaria, capaz de superar a todas las demás. En diciembre de 2017 se cumplieron 75 años del primer encendido pleno y con éxito del CP-1, el primer reactor nuclear de la historia.

Unos años antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, algunos físicos, que investigaban el nuevo campo científico abierto a raíz del descubrimiento de la radiactividad, comenzaron a obtener indicios cada vez más claros de la existencia de un inmenso poder oculto en el átomo y de que podía haber medios técnicos para extraer ese poder. Dependiendo del uso que de él se hiciera, la humanidad disfrutaría de una fuente de energía mucho más potente que cualquiera de las conocidas, o sufriría los efectos del arma más mortífera de la historia, una bomba que sería capaz de arrasar fácilmente una ciudad entera. El auge del totalitarismo en países como Alemania e Italia, y la amenaza que suponía para las naciones del mundo libre, movieron a científicos como el italiano Enrico Fermi a huir de su país y luego a trabajar con ahínco en el desarrollo de tecnología para usar el poder del átomo.

Fermi ganó un Premio Nobel en 1938 por sus investigaciones nucleares. Él, su esposa e hijos aprovecharon su salida de Italia con ocasión de la recogida del galardón para no regresar y se establecieron en Estados Unidos. Fermi y un colega suyo, Leo Szilard, habían llegado a la conclusión de que si disparaban un neutrón contra un átomo de uranio-235ese átomo se rompería de manera explosiva, expulsando a su vez neutrones contra átomos de uranio-235 de su entorno, los cuales también se romperían y dispararían neutrones contra átomos adyacentes de uranio-235 y así sucesivamente hasta que el agotamiento del material u otra causa detuvieran el proceso. Una reacción de fisión nuclear en cadena podría generar una explosión o, convenientemente regulada, liberar energía a un ritmo que no fuese destructivo y que permitiera aprovecharla para, por ejemplo, generar electricidad. En la Universidad de Chicago, Fermi, ayudado por Szilard y cerca de cincuenta colaboradores más, tuvo ocasión de intentar poner en práctica esa segunda opción. Aun no teniendo por meta generar una explosión, este trabajo se hizo en conexión con el Proyecto Manhattan, la investigación ultrasecreta de Estados Unidos para fabricar una bomba atómica antes que los nazis, y se llevó a cabo también en secreto.

La máquina que debía permitir esa reacción controlada en cadena, un reactor nuclear, se comenzó a construir en una antigua pista deportiva cubierta (de squash), bajo las gradas de un estadio también en desuso, de la universidad. Para el combustible nuclear se emplearon cerca de 6 toneladas de uranio, así como varias decenas de toneladas de óxido de uranio. El material moderador fue grafito, del que se usaron casi 400 toneladas. Para impedir que la reacción en cadena se acelerase demasiado y se volviera peligrosamente violenta, se emplearon barras de cadmio, capaces de absorber los neutrones disparados y así cortar la reacción en cadena. Dependiendo de la cantidad de tales barras que los científicos insertasen en puntos clave del reactor, se podía activar la reacción, regular su ritmo del modo deseado, y detenerla.

Se tenía una total certeza de que este sistema de seguridad, complementado además con algunos otros, impediría que la reacción se descontrolase de manera explosiva, pero el hecho de realizar en una zona densamente poblada un experimento con una energía tan peligrosa, que además era el primero de su tipo y por tanto no contaba con experiencias previas, recibiría bastantes críticas tiempo después, cuando el proyecto dejó de ser secreto. El miedo a que algo hubiera podido salir mal no fue el único. El que más atormentaba a los constructores de este reactor nuclear era el de que los nazis se les adelantasen y conquistasen el mundo libre gracias al poder del átomo. En una ocasión, por ejemplo, el físico Alvin Graves acudió a trabajar fuera de su turno porque, según dijo, no podía conciliar el sueño pensando en que mientras él dormía los nazis estaban trabajando hacia la misma meta que él y quizá lograban una ventaja clave por haber trabajado más horas.

Habiéndose completado la construcción del reactor, y después de realizarse diversas inspecciones y pruebas, el 2 de diciembre de 1942 Fermi y sus colaboradores llegaron más lejos que nunca antes. Retirando barras poco a poco, fueron aumentando el nivel de actividad del reactor. Casi todos los científicos estaban agrupados en la terraza en la que antaño se sentaba el público para contemplar los partidos de squash. Fermi, Arthur Compton, Walter Zinn y Herbert Anderson estaban sentados alrededor de una consola de instrumentos que les proporcionaba mediciones de la actividad del reactor y desde la cual podían controlar un conjunto de barras. Abajo, en la cancha, solo había una persona: George Weil. Su cometido era retirar manualmente la barra final. Si la actividad del reactor amenazaba con aumentar peligrosamente, podía volver a colocarla de inmediato. Además, una barra automatizada se insertaría por sí sola en el reactor si el nivel de actividad superaba el límite escogido por los científicos como el máximo aceptable. Se contaba asimismo con algunos otros recursos con los que detener la actividad del reactor si esta se volvía ingobernable.

Sobre las tres y media de la tarde se logró que el nivel de actividad aumentase hasta estabilizarse en el rango idóneo. Las mediciones parecían inequívocas. Fermi completó un cálculo final y anunció sonriente que la reacción nuclear ya se sostenía a sí misma. El primer reactor nuclear de la historia estaba funcionando como tal, manteniendo viva la reacción en cadena. Su mérito estaba en ser el primero, ya que la energía que generaba, medio vatio, apenas podía alimentar a una pequeña bombilla piloto.

El paso trascendental que la humanidad había dado se celebró con aplausos y descorchando una botella de vino Chianti que un miembro del equipo, Eugene Wigner, había comprado meses atrás con la esperanza de que sirviera para celebrar el éxito del proyecto. Bebieron y sus compañeros estamparon sus firmas en la etiqueta de la botella. El acontecimiento se vivió esencialmente como un éxito, y de hecho en la década siguiente se inauguró la primera central nuclear comercial y entró en servicio el primer submarino nuclear, entre otros logros. Pero a nadie de los allí presentes se le escapaba que disponer del poder del átomo acarreaba asumir una enorme responsabilidad. El uso devastador de las primeras bombas atómicas en 1945 mostró al mundo la peor cara de ese poder. Aquel 2 de diciembre de 1942, cuando acabó la pequeña fiesta por la primera reacción nuclear controlada en cadena, Szilard aguardó a que muchos de los científicos se marchasen y entonces le confesó a Fermi su sospecha de que ese sería un día oscuro en la historia de la humanidad.